Lolo

Mi abuelo Lolo, Leopoldo Mario Giusti (1917 - 1990) nació en Buenos Aires un día sofocante a fines de diciembre. Tercer hijo de una familia de origen italiano, desde muy chico fue consentido por su madre, Elcira Ema Figallo (?) e ignorado por su padre, Leopoldo José Giusti (1889 - 1958), un veterinario investigador que salía del laboratorio en Navidad. Desayunó y almorzó en casa de sus padres todos los sábados y domingos hasta que murieron.

No tengo muchos datos sobre su niñez. Nunca pregunté demasiado. Supimos, por los documentos que recuperamos cuando murió, que había sido un excelente alumno, hasta recibir su título de abogado. No ejerció nunca. El surmenage que experimentó, en algún momento de su etapa de estudiante, lo absolvió de toda responsabilidad en adelante. Su hermano mayor cuidó de la economía de ambas familias y continuó con la protección que siempre recibió de quienes lo rodearon.

Bajo, no era gordo pero tenía la espalda muy ancha, peluda y cuadrada. Morocho, de tez cetrina casi todo el año, nariz aguileña y como de cuero. Usaba unos anteojos muy gruesos de vidrio verde, que sólo se sacaba para bañarse en el mar. Se paraba con los brazos en jarra y decía fuerte: ¡el mar, el mar! Nada más. No se metía con nosotras a disfrutarlo, ni nos invitaba a comer las papas fritas de media mañana que pedía en el parador.

Lo recordamos por ser un maestro de la expresión ínfima y la frase unimembre, por sus respuestas siempre incompletas, cercanas al absurdo. Por sus mocasines que sólo podían ser de marca “Guido”, siempre el mismo color y modelo. Sigue siendo un misterio qué le encontró mi abuela, una mujer elegante y alta que tenía otros pretendientes a la edad de elegirlo. Su familia política nunca lo quiso y él no disimuló su antipatía para con ellos.

Le tenía miedo a los perros y a los gatos, no practicaba ningún deporte, no arreglaba las cosas en su casa, no sabía hacer asado, manejaba pésimo, no leía más que el diario. No escuchaba música ni había elegido cuadro de fútbol. Sólo mi abuela me decía: es muy bueno y las quiere mucho.

Yo tenía mis dudas.

Era un hombre de rutinas: hacía las compras en el mercado tempranísimo, iba a la oficina donde su hermano tomaba todas las decisiones. Volvía a almorzar, siempre con vino. Después de la siesta, abría la alacena del pasillo de su departamento y comía parado y solo galletitas sin convidar, de espaldas a todos. Si me acercaba, hacía unos movimientos extraños con los pies en señal de incomodidad, pero no decía nada. Más tarde se tomaba un campari en la penumbra y en silencio. Algunas horas después comía mirando tele y se iba a dormir.

El vino y su carácter hicieron difícil detectar la enfermedad que desgastaba el lóbulo frontal y le iba borrando la posibilidad de hablar, moverse y finalmente vivir. El primero en notar algo raro fue el médico del registro de conducir. No le firmó el apto pero mi abuelo siguió manejando incluso peor que antes. Hasta que algún conocido alertó a mis padres y tíos. Una noche robaron de adentro del garage el fiat 128 celeste con tapizados rojos y se lo vendieron al mecánico que cada tanto le hacía el mantenimiento.

Lo recordamos siempre que pensamos en alguien indescifrable.