Comé que es pollo

Comé que es pollo, repitió miles de veces mi madre frente a cualquier plato de comida que me pusiera enfrente. La ceremonia se duplicaba cada mediodía y noche.

Nunca importó si se trataba de pescado, estofado de carne o un salteado chino de verduras. La frase lacónica -expresa da siempre con firmeza y sin espacio para la repregunta- fue la primera experiencia de la polisemia y de la autoridad que recuerdo sin interferencias. Pollo igual a verduras, sabor nuevo equivale a pollo distinto.

Cualquier cosa verde para comer encendía alarmas antiaéreas y mi estómago se preparaba para una nueva torsión, una curva que se repetía en la ruta del día. Curva y contracurva, un rato antes de sentarnos a la mesa y afectada por los olores, que venían de la cocina pero de todos lados también, entraba en la antesala de la ceremonia gastronómica. ¿Qué hay de comer? Nadie respondía con claridad y eso desataba los giros de mi cabeza hacia calvarios verdes y fatales. Brócoli, espinaca, chauchas, lechuga y arvejas se alineaban junto con el morrón y la berenjena para formar una corona de muerte y destrucción. Una bruma espesa caía sobre mi mente, que hasta esa misma tarde había sido libre andando en la bici naranja con manubrio de mariposa, porque el viento es siempre viento.

Durante las vacaciones de invierno, la casa de mi abuela funcionó como un refugio momentáneo donde los platos ofrecidos eran blancos: fideos con crema, arroz con huevo, ñoquis de sémola. Nada vegetal contaminó esos días de descanso y sosiego.

Pero volvía a casa. Otra vez la cena lista y luego de la frase inicial, cuando se hacía evidente que la comida tenía alguna verdura; o mi madre veía mi cara de horror y desconfianza, lanzaba la segunda frase para reforzar y dar por terminado el tema: pero si está riquísmo. Y con eso sabía que no había escapatoria, que debería permanecer frente al plato sufriendo hasta que todos nos cansáramos o yo comiera o escondiera por lo menos un poco en la lámpara de vidrio con frutas de cera. Resulta que el artefacto -que había sido regalo de casamiento- también compartía la mesa familiar. Entre el vidrio y la base de madera había un espacio, la grieta que todo escalador agradece en medio de la piedra lisa y empinada. En este caso, sirvió para esconder las partes más demoníacas de lo verde. Había que ir acomodando de a poco los pedazos y evitar además la vigilancia de los adultos. Alguien conoció mis acciones desesperadas porque nunca encontré el hueco salvador con restos antiguos. Mi hermana no fue de gran ayuda, salvo las contadas veces en que logré pasar a su plato parte del mio. Ella tragaba sin mirar todo lo que respondiera al nombre de pollo, y con gusto pedía más. Un ejemplo. Una avestruz. También pedía dormir la siesta y mi madre tomaba la parte por el todo y nos hacía dormir a las dos. Cuando nos reunimos con las familias que formamos y algún pequeño pregunta ¿qué es esto? ¿qué tiene? y desafía la integridad del emplatado con un tenedor frío y displicente, moviendo del centro hacia afuera más partes sospechosas del manjar, repetimos con la entonación que aprendimos: Comé que es pollo.