La casa que pudimos comprar es oscura y no tiene suficientes ventanas como para que se disipe el olor a mono que juntamos durante el día. Nada funciona como debiera con el agua a esta altura. La electricidad está cortada porque el transformador quedó sumergido tanto como la escuela, los muelles del fondo y la casa nueva. Eso nos dicen desde los botes, a los gritos mientras pasan nuestros vecinos. Las olas que producen nos llegan más tarde que las burlas por nuestras decisiones de recién llegados. Hay que esperar, pero cuánto.
El “Chubasco” que habíamos comprado usado en Chascomús y trajimos en un trailer prestado durante seis larguísimas horas por la ruta dos a sesenta kilómetros por hora duró menos que nuestras reservas de dulce de naranja. El fondo estaba picado y no resistió a la primera noche de sudestada. Debimos haber comprado uno más parecido a los que veíamos por acá, pero eso lo entendimos a los golpes y tarde. Ese bote lagunero no sirve para una mierda, nos repitieron y ahora revuelvo esa frase por todo el paladar sin que se me salga de los dientes.
Prometimos no quejarnos y no lo puedo cumplir sin que la mandíbula se me quede agarrotada, y mas tarde se convierta en dolor de cabeza.
En los árboles el viento muestra su ruido violento, mucho más que la semana pasada y las ramas caen desordenadas, verdes aún sobre todo lo que encuentran. Cajas, muebles, botellas, una pileta de plástico duro, bollas, tablas y animales muertos pasan delante de la única ventana de ida y de vuelta, ocho horas después con la bajante. Quedan atrapados con las cosas que siguen en pie y que el monte no reclama.
Tenemos un palo largo con un gancho en la punta y ayer pescamos una campera y una caja de madera que ahora se quema en la cocina de hierro negro. La colgamos afuera hasta que perdió casi toda la humedad. El calor no es suficiente pero mirar el fuego por la pequeña ventanita abierta nos tranquiliza. No lo suficiente, pienso.
Todo está húmedo, cada libro que saco de las cajas para terminar de armar la biblioteca imprescindible parece que se va a disolver en mi mano. ¿Y si todo es así? Una ácido que disuelve en un tiempo que tampoco calculamos, una solución marrón y sedimentosa -que llamamos río- pero que podría ser otra cosa más temible. Una sopa de lo que dejamos atrás y no podemos limpiar, una mancha de aceite en la mitad de la panza.
Hoy no llueve pero las nubes son muy oscuras y la luz todo el día es como en las tardes de invierno. Conseguimos algunos morrones, sólo verlos en la canasta me da nauseas, el olor fuerte apenas el cuchillo separa el tallo y las semillas, las nervaduras internas forman una especie de corazón con las aurículas y ventrículos incompletos. Pienso en la forma de mi corazón y cómo evitar que se transforme en este morrón verde y rojo.
Quemo la piel y ese humo empeora mi mandíbula, suma cuello y hombros al malestar. Sonrió. Además me pican los ojos. La textura más cocinada ya se parece a las babosas que decidieron vivir cerca nuestro. Atrás del lavarropas, entre las macetas, abajo de la escalera. Varias veces se animaron a explorar los escalones y las piso con asco o las pateo al agua pero tengo miedo de patinarme si la luz no vuelve nunca mas. Su conquista es lenta y oscura; pero se que tienen un plan mejor que el nuestro.